jueves, 3 de febrero de 2011

Gladiadores y bárbaros

Olor a sangre, arena cálida al contacto con sus sandalias, un ruido ensordecedor y un destello de luz cegador al abrirse las puertas.

Una ráfaga de viento cruza por entre sus piernas y hace ondear su escaso atuendo, llamado mas a atraer la atención del público femenino en un deleite visual que a preservar algún pudor enterrado años atrás en incontables combates. Con porte seguro aparece por la otra puerta un hombre de media altura y mirada desafiante, imponente. La caldeada atmósfera no muestra compasión con los dos combatientes, los incita a mutilarse mutuamente, sólo el más hábil se gana el derecho a seguir con vida, no hay redención.

No puede oir mas que su propia respiración y el ruido de los aceros entrechocados, todo lo demás es secundario. Después de quince minutos de lucha desenfrenada los músculos le piden una tregua, tiene que boquear en un desesperado intento de introducir más aire en sus pulmones para aguantar el tirón del joven esclavo. Se da cuenta de que no puede seguir el ritmo, pero los fugaces recuerdos de sus victorias lo envalentonan, no puede dejar de repetirse que la libertad por la que tanto ha luchado está al alcance de su mano. Una libertad perdida años atrás cuando fue arrancado de los brazos de su madre y el calor de su familia e introducido a la fuerza en una vida llena de violencia y asesinatos sin sentido para deleite de los espectadores, todo lo perdido...

La impotencia lo enloquece, falla la concentración y un mandoble destinado a sesgar el brazo izquierdo de su oponente se pierde y acaba estrellándose contra el borde del escudo de un combate librado anteriormente, destrozando en cuatro pedazos su única posibilidad de salir de aquel sitio con vida.

Basta un rápido movimiento de su contrincante para cortarle la pierna derecha a la altura de la rodilla y dejarlo tirado en el suelo, puede sentir perfectamente el instinto asesino de su oponente, al igual que muchos otros lo habían sentido antes en él mismo al saberse ganador. Sabe lo que pasará ahora, un terror incontrolable lo invade, temblando, mira los restos destrozados de su arma y nota como se le escapa la vida, se da cuenta del pavor que le produce la muerte, no quiere morir con tantas cosas por descubrir y muchos mas deseos por cumplir, en un acto involuntario micciona, con las ropas empapadas en una apestosa mezcla de sangre, sudor y orina se pregunta cuál es el sentido de todo aquel sufrimiento ¿debía pagar un precio tan alto por la diversión de aquella multitud?

Una mirada alrededor le deja claro que los asistentes, que tantas veces han apostado por él y aclamado su nombre, no lo recordarán después de aquel día, una vida de esclavitud y sufrimiento pasaría a la nada, al olor a putrefacción de la carne en descomposición.

Segundos que se convierten en horas esperando el veredicto de un público ávido de desesperación.

Los más tranquilos no se levantan, los menos, se lanzan enloquecidos contra los bordes de las gradas alzando el dedo pulgar en dirección al cielo reclamando la muerte por la que han pagado; con la vista fija en el filo de la espada llega a la conclusión de que su único fin ha sido dar pie a un espectáculo público que inspira una pasión desenfrenada. Recuerda con añoranza días mejores, cuando su única preocupación era ayudar a sus padres a recojer la cosecha antes de las heladas.

No puede recordar los rasgos de su verdugo, ha perdido mucha sangre, febrilmente ve como una figura ataviada de negro, espada en mano, tapa los pocos rayos de luz que podía apreciar, no le da tiempo a pensar en algo antes de sentir la espada introducirse entre clavícula y omóplato atravesando certeramente el corazón y se introduce en la nada con el terror de haber visto como la muerte en persona lo reclama.


Pollice Verso, de Jean-Léon Gérôme, representando el final de un combate de gladiadores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario